Domingo Familiar

 





Despertar. Primero la mente, luego el cuerpo. Charlas mentales matutinas, recuerdos de la noche anterior. A veces- muchas- la resaca sonaba más temprano que de costumbre. La buena es que los aromas spoileaban el almuerzo, se escapaban de la cocina, subían sigilosamente por la escalera y decantaban en mi nariz algo dormida aún. “Qué bien, vamos a comer canelones de verdura con salsa blanca. Lástima que con el malestar que tengo voy a poder comer medio nada más”- cerraba los ojos y continuaba- si podía- durmiendo.

El siguiente despertar era para bajar a almorzar. La estiraba lo más que podía, afortunadamente ya conocían mis mañas. Pasaba por el baño y encaraba hacia las escaleras. A veces venían lxs abuelxs. Siempre eran pastas. 

No obstante, hubo un domingo donde la cosa fue diferente. El catre pasó a ser butaca. La ventana brilló desde las alturas. La resaca pasó a ser cansancio, cansancio producto de estar viajando desde hacía más de 15 horas aproximadamente.

Bajamos del avión, pasamos por migraciones, tomamos nuestras pertenencias y nos despedimos. Revisé las indicaciones y encaré para la zona de buses. Algo perdido decido preguntar. “¿Hablo en inglés o en español?”- dudaba, el mito sostiene que a les franceses les cae mal el inglés y que el lenguaje español les parece mejor manera de comunicarse.

“Ya fue, me la juego”- me animo.

“Excuse me, ¿Where is the bus station? I need to go to this point (muestro la indicación)”

“Oh yes, you should take the bus number (no recuerdo)”- responde de forma amable.

“Thankssss”.

Empiezo a desmitificar el mito. Era la primera vez que me encontraba solo en un país donde no hablaba nada del idioma. Del lenguaje francés sólo conocía su acento con acentuada ggggggg y que me gustaba su musicalidad. 

En Nueva Zelanda el idioma oficial era el inglés así que la cosa fue menos difícil. Oceanía representa el último continente en ser invadido, en este caso, James Cook fue quien lideró la invasión en abril de 1770. Resulta curioso que un continente adquiera su bautismo y día de nacimiento luego de ser descubierto por algún país europeo. 

Sigo las indicaciones. Subo al autobús. Tenía 40 minutos de viaje. Nervios, ansiedad y charlas inaccesibles fueron parte del recorrido. También Luli, la pensaba “¿Habrá llegado bien?”. Me bajo y espero en el lugar citado. Dejo la valija a un costado y contemplo el escenario. Día soleado, las calles estaban vacías. Estructuras grises con balcones idénticos. Parecían espejos arquitectónicos. 

De repente escucho una voz, una voz cantada. Agudizo el oído y la atención. “En una villa nació, fue deseo de Dios”- canta un hombre de anteojos parecido a Willy Wonka, mientras abría sus brazos a un abrazo imaginario y miraba al cielo.

“¿Gustavo?”- lanzo algo desconcertado.

“¿Llegaste hace mucho?”- responde y nos saludamos con un abrazo tibio, era la primera vez que lo veía con edad más avanzada.

Gustavo es uno de los mejores amigos de papá. Eran vecinxs de la cuadra: él vivía sobre muñiz y papá sobre independencia. En el año 1991 se mudan a Francia junto con su compañera Betina. Allí viven desde entonces. Tuvieron tres hijes. Él es psicólogo y ella creo que también; de ser así, se conocieron en la facultad.

Agarro la valija y encaramos para su casa. Las calles seguían vacías. Los domingos parecen ser idénticos en todas las partes del mundo, incluso en París. Caminamos seis cuadras y llegamos. Subimos una escalera donde, en el extremo superior, esperaba, ansiosa y alegre, Betina.

“Sos igual a tu papá”- es lo primero que dice mientras termino de subir, con esfuerzo, la escalera junto con la valija. Nos saludamos afectuosamente. Las madres, sean de donde sean, tienen ese no sé qué que te hace sentir bien estes donde estes.

Lo primero que hago es ir al baño. Necesitaba un refugio, un espacio a solas. El baño era extraño. La disposición no cuadraba. Ducha, inodoro, bacha, un escalón. No entendí y volví a la sala. Llegaron Azul (hijo del medio) y Sashá (hija menor). Luego presentaron al conejo que vivía con elles.

“¿Te van fideos con salsa?”- pregunta, animado y feliz, Gustavo. Sea Buenos Aires o París, el domingo se come pasta. Lo acompaño a la cocina y me muestra la salsa que estaba preparando. Pancito. Mesa rectangular pequeña. Mantel. Y a comer. Allí les cuento mis planes de viaje y dialogamos sobre lo que iba fluyendo. 

Sentía timidez y felicidad. Timidez producto de estar con gente desconocida en una actividad tan cotidiana como comer alrededor de una mesa y felicidad de sentirme como si estuviese pasando un domingo con mi familia, en este caso, parisina.

Post almuerzo, Gustavo me acompaña a lo que sería mi hogar en París. Enfilamos hacia el subte, saco un ticket que me permitiría viajar varios días y avanzamos hacia la zona de arribo del metro. 

Allí, Gustavo, me da una clase de metro parisino. La clave estaba en ver cuales eran las estaciones finales de cada línea- números y colores las distinguían- para saber qué dirección del metro tomar. Al principio me sentí perdido mas con el correr de los viajes fui entendiendo el mensaje, fueron ¡importantísimas¡ las recomendaciones de Gus.

El metro de París, a diferencia del porteño, conecta todas las partes de la ciudad. Líneas oblicuas, horizontales, verticales de diferentes colores y longitudes dibujan el recorrido subterráneo de la ciudad. Además conectan con los trenes que te llevan a lugares más alejados como Versalles o Eurodisney.

El barrio era conocido como el “barrio de los peluquerxs”. Allí, cazaclientes, en su mayoría africanxs,  esperan en las bocas de los metros para seducir transeúntes con precios y cortes de moda. Caminamos dos cuadras y llegamos a la puerta. La misma era marrón, pesada; era como una puerta dentro de una puerta. Aún tengo fresco el tamaño de sus vigas.

 Al atravesarla, ingresas a una especie de patio interno habitado por escasas plantas. El techo, al principio, es abovedado. Pasillo largo, bien largo; casi que ni llegas a ver que hay en el otro extremo. 

Caminamos unos pasos hasta toparnos con una escalera angosta, de peldaños estrechos. ¿Era caracol? No recuerdo. Subo, nuevamente, con esfuerzo la escalera hasta el segundo piso. Por fin llegaba a mi nuevo hogar. Era el consultorio donde Gus atendía, los martes y jueves, a sus pacientes. 

La sala era amplia. Una especie de paredplacard color similar a los asientos de las iglesias enfrentaba con la puerta de entrada. Al costado del placard, está el baño. Los pisos son de madera, suenan, con ese ruido hueco característico de los pisos de madera, a cada paso dado.  Llegamos al cuarto. Observo por la ventana. La calle seguía desierta y el día estaba un poco más gris.

“Te compré galletitas y tenes té para tomar si queres, allá está la pava eléctrica”. 

Agradezco y nos despedimos. Pruebo las llaves. Inspecciono las galletitas. Dato spoiler: son una de las galletitas más ricas que probé, mousse de chocolate y tapas de chocolate; fiesta de cacao y lo más anecdótico es que esa noche fueron mi cena, no sabía que en París, post 23 hs, los lugares cierran.

Vuelvo a mirar por la ventana. Chequeo el celular, pongo la alarma ya que horas más tarde nos reencontraríamos con Omar, amigo mexicano de la experiencia neozelandesa. Me recuesto en la cama, la pruebo y me agrada. Observo, desde la posición horizontal, los libros que ocupaban la biblioteca, en su mayoría son de psicología y están en francés. Cierro los ojos y duermo una merecida siesta.


Pluma Viajera


Comentarios

Entradas populares de este blog

República de laa Booooooocaaaaaaaaaaaaaa

Alquimia y Café

Historia de la Actualidad